Arturo Perez Reverte
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Arturo Perez Reverte
Si me permitís cada (cuando me acuerde) colgaré alguna novedad del blog de Arturo Perez Reverte el cual escribe especialmente sobre temas de actualidad, y.. me encanta .
Aqui dejo un primer post, que lo disfruteis:
La milicia no es angélica
Creo que alguien debería explicarle a la ministra de Defensa lo
que es un soldado. Me refiero a uno de esos que desfilaron hace un par
de semanas con casco y escopeta. Es cierto que la ministra tiene
alrededor, en cada foto, un montón de generales y uniformados varios que
podrían explicárselo perfectamente. Pero tengo la impresión de que no
se expresan bien; tal vez porque a medida que asciendes, te suben el
sueldo y te acercas a la jubilación, uno suele volverse menos elocuente.
Con lo fácil que sería, por otra parte, abrirle a la titular del ramo
el diccionario de la RAE por la palabra soldado, mostrarle que
significa persona que sirve en la milicia, llevarla luego a la
palabra milicia y hacerle leer algo que no admite equívocos: (Del
latín militia. Femenino). 1. Arte de hacer la guerra y de disciplinar a
los soldados para ella. 2. Servicio o profesión militar. 3. Tropa o
gente de guerra. Es cierto que hay una cuarta acepción: coros de
los ángeles, que lleva como ejemplo la milicia angélica. Pero
cuidado. Que no se haga ilusiones la ministra. Ahí ya estamos hablando
de otra cosa.
Lo que no dice el diccionario, desde luego, es tropa
o gente de paz. En sentido recto, soldado remite a lo que debe: un
fulano disponible para matar y que lo maten en guerras defensivas u
ofensivas. Alguien que por patriotismo, obligación, dinero o lo que
estime oportuno, está entrenado para escabechar a sus semejantes;
procurando que palmen más fulanos del otro bando que del suyo. El lado
turbio del oficio –matarife, a fin de cuentas– se compensa con otros
aspectos respetables: disciplina, disposición a soportar penalidades y
miserias, y el sacrificio singular de exponerse al dolor, la mutilación y
la muerte. Hay gente a la que no le gusta ese paisaje, y desde un punto
de vista tan digno como su opuesto defiende la desaparición de soldados
y ejércitos, en favor de un mundo ideal –y me temo que imposible– donde
la palabra soldado sea un anacronismo. Otros, más realistas,
admiten que la existencia de soldados profesionales, que sirven de modo
voluntario y aceptan los riesgos del oficio, es necesaria en un mundo
imperfecto y violento como el nuestro.
En todo caso, la palabra humanitario nada tiene que
ver. Eso no corresponde a los soldados, sino a las organizaciones y
oenegés adecuadas. A ellas corresponde poner tiritas, repartir agua
embotellada y socorrer a los parias de la tierra. Por el contrario, la
misión básica de los soldados –considerando la convención de Ginebra y
la conciencia de cada cual– es hacer todo el daño posible al enemigo.
Matarlo mucho y bien, inspirarle temor y vencerlo, disuadiéndolo de
intentarlo de nuevo. Los soldados no fueron ideados para otra paz que la
impuesta por sus bayonetas, ni para inspirar afecto, sino temor.
Incluso en una misión de paz se trata de pacificar a hostias, si
hace falta. Llegado el caso, lo que se espera de ellos es eficacia
letal; de un modo compatible, dentro de lo que cabe en su sangriento
oficio, con la decencia y la piedad, cuando se pueda. Que maten más y
mejor que nadie, de manera que los intereses de su patria natural o
adoptiva, o de la paz ajena que defienden, sean respetados por otros.
Eso significa eficacia y ausencia de complejos. Por eso, llegados a
tales extremos, las palabras soldado y misión humanitaria
pueden ser no sólo incompatibles, sino confusas y hasta mortales.
Es lo que ocurre en España. Incapaces de conciliar de
modo inteligente la necesidad de un ejército con la tendencia pacifista
de la sociedad occidental actual, nuestros gobernantes –eso incluye al
Pesoe como al Pepé– intentan lo imposible: unas fuerzas armadas
desarmadas compuestas por soldados humanitarios, cuyo objetivo no es
hacer la guerra sino la paz, y a los que se respeta más cuando se dejan
matar que cuando matan. Esa imbecilidad se desmorona cuando lo real se
presenta en forma de mina, emboscada o combate, y las familias largan en
el telediario, con toda razón, que nadie les habló de guerra, y que su
chico no fue a que le volaran los huevos, sino a repartir leche
condensada. Es entonces cuando la ministra o ministro de guardia en esta
charlotada bélico humanitaria del Bombero Torero, atrapados en su
propia incongruencia, se adornan con media verónica ahuecando la voz y
poniéndose estupendos mientras hablan de la deuda que España tiene con
los difuntos y difuntas. Haciendo, además, que éstos queden como
pardillos, al negarles incluso la palabra guerra; que, por
políticamente incorrecta que sea, es la única que explica una muerte en
combate. Cuando en un ejército profesional, voluntario, las familias
protestan y se dicen engañadas si sus chicos mueren, alguien no se ha
explicado bien. O no tenemos soldados, o los tenemos. Y si los tenemos,
es para que palmen sin rechistar cuando les toque. No para que la
ministra de Defensa –y sigo sin saber lo que defiende– venga a decirnos,
con voz trémula y solemne, que acaban de matar a un cervatillo en el
bosque de Bambi.
Aqui dejo un primer post, que lo disfruteis:
La milicia no es angélica
Creo que alguien debería explicarle a la ministra de Defensa lo
que es un soldado. Me refiero a uno de esos que desfilaron hace un par
de semanas con casco y escopeta. Es cierto que la ministra tiene
alrededor, en cada foto, un montón de generales y uniformados varios que
podrían explicárselo perfectamente. Pero tengo la impresión de que no
se expresan bien; tal vez porque a medida que asciendes, te suben el
sueldo y te acercas a la jubilación, uno suele volverse menos elocuente.
Con lo fácil que sería, por otra parte, abrirle a la titular del ramo
el diccionario de la RAE por la palabra soldado, mostrarle que
significa persona que sirve en la milicia, llevarla luego a la
palabra milicia y hacerle leer algo que no admite equívocos: (Del
latín militia. Femenino). 1. Arte de hacer la guerra y de disciplinar a
los soldados para ella. 2. Servicio o profesión militar. 3. Tropa o
gente de guerra. Es cierto que hay una cuarta acepción: coros de
los ángeles, que lleva como ejemplo la milicia angélica. Pero
cuidado. Que no se haga ilusiones la ministra. Ahí ya estamos hablando
de otra cosa.
Lo que no dice el diccionario, desde luego, es tropa
o gente de paz. En sentido recto, soldado remite a lo que debe: un
fulano disponible para matar y que lo maten en guerras defensivas u
ofensivas. Alguien que por patriotismo, obligación, dinero o lo que
estime oportuno, está entrenado para escabechar a sus semejantes;
procurando que palmen más fulanos del otro bando que del suyo. El lado
turbio del oficio –matarife, a fin de cuentas– se compensa con otros
aspectos respetables: disciplina, disposición a soportar penalidades y
miserias, y el sacrificio singular de exponerse al dolor, la mutilación y
la muerte. Hay gente a la que no le gusta ese paisaje, y desde un punto
de vista tan digno como su opuesto defiende la desaparición de soldados
y ejércitos, en favor de un mundo ideal –y me temo que imposible– donde
la palabra soldado sea un anacronismo. Otros, más realistas,
admiten que la existencia de soldados profesionales, que sirven de modo
voluntario y aceptan los riesgos del oficio, es necesaria en un mundo
imperfecto y violento como el nuestro.
En todo caso, la palabra humanitario nada tiene que
ver. Eso no corresponde a los soldados, sino a las organizaciones y
oenegés adecuadas. A ellas corresponde poner tiritas, repartir agua
embotellada y socorrer a los parias de la tierra. Por el contrario, la
misión básica de los soldados –considerando la convención de Ginebra y
la conciencia de cada cual– es hacer todo el daño posible al enemigo.
Matarlo mucho y bien, inspirarle temor y vencerlo, disuadiéndolo de
intentarlo de nuevo. Los soldados no fueron ideados para otra paz que la
impuesta por sus bayonetas, ni para inspirar afecto, sino temor.
Incluso en una misión de paz se trata de pacificar a hostias, si
hace falta. Llegado el caso, lo que se espera de ellos es eficacia
letal; de un modo compatible, dentro de lo que cabe en su sangriento
oficio, con la decencia y la piedad, cuando se pueda. Que maten más y
mejor que nadie, de manera que los intereses de su patria natural o
adoptiva, o de la paz ajena que defienden, sean respetados por otros.
Eso significa eficacia y ausencia de complejos. Por eso, llegados a
tales extremos, las palabras soldado y misión humanitaria
pueden ser no sólo incompatibles, sino confusas y hasta mortales.
Es lo que ocurre en España. Incapaces de conciliar de
modo inteligente la necesidad de un ejército con la tendencia pacifista
de la sociedad occidental actual, nuestros gobernantes –eso incluye al
Pesoe como al Pepé– intentan lo imposible: unas fuerzas armadas
desarmadas compuestas por soldados humanitarios, cuyo objetivo no es
hacer la guerra sino la paz, y a los que se respeta más cuando se dejan
matar que cuando matan. Esa imbecilidad se desmorona cuando lo real se
presenta en forma de mina, emboscada o combate, y las familias largan en
el telediario, con toda razón, que nadie les habló de guerra, y que su
chico no fue a que le volaran los huevos, sino a repartir leche
condensada. Es entonces cuando la ministra o ministro de guardia en esta
charlotada bélico humanitaria del Bombero Torero, atrapados en su
propia incongruencia, se adornan con media verónica ahuecando la voz y
poniéndose estupendos mientras hablan de la deuda que España tiene con
los difuntos y difuntas. Haciendo, además, que éstos queden como
pardillos, al negarles incluso la palabra guerra; que, por
políticamente incorrecta que sea, es la única que explica una muerte en
combate. Cuando en un ejército profesional, voluntario, las familias
protestan y se dicen engañadas si sus chicos mueren, alguien no se ha
explicado bien. O no tenemos soldados, o los tenemos. Y si los tenemos,
es para que palmen sin rechistar cuando les toque. No para que la
ministra de Defensa –y sigo sin saber lo que defiende– venga a decirnos,
con voz trémula y solemne, que acaban de matar a un cervatillo en el
bosque de Bambi.
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Re: Arturo Perez Reverte
igo. O sea, Galicia. España. Estado moderno –dicho sea lo de
Estado con las cautelas oportunas–. Democracia constitucional con
supuestos derechos y libertades de cada cual. En mi casa mando yo,
resumiendo. Y mi amigo Manolo, que es un ingenuo y se lo cree, necesita
cubrir un puesto de auditor. Es una oferta seria y bien remunerada. Así
que publica un anuncio en la prensa local: «Se necesita auditor para
empresa solvente». Y empieza el circo.
La cosa se encarna en inspectora de Trabajo y Asuntos
Sociales, con todas sus letras. Hola, buenas, dice la pava. ¿Cómo es que
solicitan ustedes un auditor, y no un auditor o una auditora? Mi amigo,
que es hombre culto, conoce las normas de la Real Academia en
particular y de la lengua española en general, y no trinca de la
corrección política ni de la gilipollez pública, como otros, argumenta
que auditor es masculino genérico, y que su uso con carácter
neutro engloba el masculino y el femenino desde Cervantes a Vargas
Llosa, más o menos. No añade, porque es chico educado y tampoco quiere
broncas, que no es asunto suyo, ni de su empresa, que una pandilla de
feminazis oportunistas, crecidas por el silencio de los borregos, la
ignorancia nacional y la complicidad de una clase política prevaricadora
y analfabeta, necesite justificar su negocio de subvenciones e
influencias elevando la estupidez a la categoría de norma, y violentando
a su conveniencia la lógica natural de un idioma que, aparte de ellas,
hablan cuatrocientos millones de personas en todo el mundo. Olvidando,
de paso, que la norma no se impone por decreto, sino que son el uso y la
sabiduría de la propia lengua hablada y escrita los que crean esa
norma; y que las academias, diccionarios, gramáticas y ortografías se
limitan a registrar el hecho lingüístico, a fijarlo y a limpiarlo para
su común conocimiento y mayor eficacia. Porque no es que, como afirman
algunos tontos, las academias sean lentas y vayan detrás de la lengua de
la calle. Es que su misión es precisamente ésa: ir detrás, recogiendo
la ropa tirada por el suelo, haciendo inventario de ésta y ordenando los
armarios.
Pero volvamos a Vigo. A los pocos días de la visita de la
inspectora mentada, Manolo recibe un oficio, o diligencia, donde «se
requiere a la empresa la subsanación de las ofertas vigentes y la
realización de las futuras o bien en términos neutros, o bien referida
simultáneamente a trabajadores de ambos sexos». Dicho en corto
–aparte la ausencia de coma tras futuras y la falta de
concordancia de referida–: o en el futuro pide auditor o auditora,
con tres palabras en vez de una, en anuncios que se cobran precisamente
por palabras, o deberá atenerse a las consecuencias. Y a mi amigo,
claro, se lo llevan los diablos. «O es un chantaje feminista más –se
lamenta–, o mi anuncio despista de verdad, y algunas mujeres ignorantes o
estúpidas creen que no pueden optar a ese puesto de trabajo. Lo que
sería aún más grave. Si lo que tanta idiotez de género ha conseguido es
que, al final, una mujer crea que ofrecer un trabajo de auditor
es sólo para hombres y no para ella, todo esto es una puñetera mierda.»
Etcétera.
El caso es que, resuelto a defender su derecho de anunciarse
en correcto castellano, Manolo se pone en contacto con los servicios
jurídicos del Ministerio de Igualdad, donde una abogada razonable,
competente y muy amable –lo hago constar para los efectos oportunos–, le
dice que, con la ley de Igualdad en la mano, la inspectora de Vigo
«puede haber creído detectar» discriminación en el anuncio, y que la
empresa se expone a una sanción futura si no rectifica. «¿Entonces, la
legalidad o ilegalidad de mi anuncio depende de la opinión particular de
cualquier funcionario que lo lea, por encima de la Real Academia
Española?», pregunta Manolo. «Más o menos», responde la abogada. «¿Y qué
pasaría si yo recurriese legalmente, respaldado por informes periciales
de lingüistas o académicos?», insiste mi amigo. «Pasaría –es la
respuesta– que tal vez ganase usted. Pero eso dependería del juez.»
Es inútil añadir que, ante la perspectiva de un procedimiento
judicial de incierto resultado, que iba a costarle más que las dos
palabras suplementarias del anuncio, Manolo ha cedido al chantaje, y lo
de auditor a secas se lo ha comido con patatas. «Auditor, auditora y
auditoro con miembros y miembras», creo que pone ahora. Con mayúsculas.
Tampoco está el patio para defensas numantinas. Esto es España, líder de
Europa y pasmo de Occidente: el continuo disparate donde la razón vive
indefensa y cualquier imbecilidad tiene su asiento. Como dice el pobre
Manolo, «lo mismo voy a juicio, colega, me toca una juez feminista y
encima me jode vivo». Intento consolarlo diciéndole que peor habría
sido, en vez de auditor, necesitar otra cosa. Un albañil, por ejemplo. O
albañila.
Estado con las cautelas oportunas–. Democracia constitucional con
supuestos derechos y libertades de cada cual. En mi casa mando yo,
resumiendo. Y mi amigo Manolo, que es un ingenuo y se lo cree, necesita
cubrir un puesto de auditor. Es una oferta seria y bien remunerada. Así
que publica un anuncio en la prensa local: «Se necesita auditor para
empresa solvente». Y empieza el circo.
La cosa se encarna en inspectora de Trabajo y Asuntos
Sociales, con todas sus letras. Hola, buenas, dice la pava. ¿Cómo es que
solicitan ustedes un auditor, y no un auditor o una auditora? Mi amigo,
que es hombre culto, conoce las normas de la Real Academia en
particular y de la lengua española en general, y no trinca de la
corrección política ni de la gilipollez pública, como otros, argumenta
que auditor es masculino genérico, y que su uso con carácter
neutro engloba el masculino y el femenino desde Cervantes a Vargas
Llosa, más o menos. No añade, porque es chico educado y tampoco quiere
broncas, que no es asunto suyo, ni de su empresa, que una pandilla de
feminazis oportunistas, crecidas por el silencio de los borregos, la
ignorancia nacional y la complicidad de una clase política prevaricadora
y analfabeta, necesite justificar su negocio de subvenciones e
influencias elevando la estupidez a la categoría de norma, y violentando
a su conveniencia la lógica natural de un idioma que, aparte de ellas,
hablan cuatrocientos millones de personas en todo el mundo. Olvidando,
de paso, que la norma no se impone por decreto, sino que son el uso y la
sabiduría de la propia lengua hablada y escrita los que crean esa
norma; y que las academias, diccionarios, gramáticas y ortografías se
limitan a registrar el hecho lingüístico, a fijarlo y a limpiarlo para
su común conocimiento y mayor eficacia. Porque no es que, como afirman
algunos tontos, las academias sean lentas y vayan detrás de la lengua de
la calle. Es que su misión es precisamente ésa: ir detrás, recogiendo
la ropa tirada por el suelo, haciendo inventario de ésta y ordenando los
armarios.
Pero volvamos a Vigo. A los pocos días de la visita de la
inspectora mentada, Manolo recibe un oficio, o diligencia, donde «se
requiere a la empresa la subsanación de las ofertas vigentes y la
realización de las futuras o bien en términos neutros, o bien referida
simultáneamente a trabajadores de ambos sexos». Dicho en corto
–aparte la ausencia de coma tras futuras y la falta de
concordancia de referida–: o en el futuro pide auditor o auditora,
con tres palabras en vez de una, en anuncios que se cobran precisamente
por palabras, o deberá atenerse a las consecuencias. Y a mi amigo,
claro, se lo llevan los diablos. «O es un chantaje feminista más –se
lamenta–, o mi anuncio despista de verdad, y algunas mujeres ignorantes o
estúpidas creen que no pueden optar a ese puesto de trabajo. Lo que
sería aún más grave. Si lo que tanta idiotez de género ha conseguido es
que, al final, una mujer crea que ofrecer un trabajo de auditor
es sólo para hombres y no para ella, todo esto es una puñetera mierda.»
Etcétera.
El caso es que, resuelto a defender su derecho de anunciarse
en correcto castellano, Manolo se pone en contacto con los servicios
jurídicos del Ministerio de Igualdad, donde una abogada razonable,
competente y muy amable –lo hago constar para los efectos oportunos–, le
dice que, con la ley de Igualdad en la mano, la inspectora de Vigo
«puede haber creído detectar» discriminación en el anuncio, y que la
empresa se expone a una sanción futura si no rectifica. «¿Entonces, la
legalidad o ilegalidad de mi anuncio depende de la opinión particular de
cualquier funcionario que lo lea, por encima de la Real Academia
Española?», pregunta Manolo. «Más o menos», responde la abogada. «¿Y qué
pasaría si yo recurriese legalmente, respaldado por informes periciales
de lingüistas o académicos?», insiste mi amigo. «Pasaría –es la
respuesta– que tal vez ganase usted. Pero eso dependería del juez.»
Es inútil añadir que, ante la perspectiva de un procedimiento
judicial de incierto resultado, que iba a costarle más que las dos
palabras suplementarias del anuncio, Manolo ha cedido al chantaje, y lo
de auditor a secas se lo ha comido con patatas. «Auditor, auditora y
auditoro con miembros y miembras», creo que pone ahora. Con mayúsculas.
Tampoco está el patio para defensas numantinas. Esto es España, líder de
Europa y pasmo de Occidente: el continuo disparate donde la razón vive
indefensa y cualquier imbecilidad tiene su asiento. Como dice el pobre
Manolo, «lo mismo voy a juicio, colega, me toca una juez feminista y
encima me jode vivo». Intento consolarlo diciéndole que peor habría
sido, en vez de auditor, necesitar otra cosa. Un albañil, por ejemplo. O
albañila.
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Re: Arturo Perez Reverte
4 minutos
Me llegan, por amigo interpuesto, los comentarios de
uno de los infantes de marina que estaban en el Índico durante el
secuestro del Alakrana -del que, por cierto, nadie explicó de
modo satisfactorio qué bandera llevaba izada, o no, cuando le dijeron
buenos días-. El citado mílite es uno de los que intervinieron en la
persecución de los piratas somalíes cuando éstos, después de trincar la
pasta, salieron a toda leche para refugiarse en la costa. Viniendo de
donde vienen, no es raro que los comentarios revelen insatisfacción por
las órdenes recibidas y por el grotesco desenlace. Desde su comprensible
anonimato, el infante de marina se desahoga, contando que los malevos
estuvieron a tiro, pero las órdenes eran no disparar bajo ningún
concepto, pues nadie estaba dispuesto a admitir muertos ni heridos en
aquel sainete.
Todo es conocido de sobra, y no merece
volver sobre ello. Pero hay una frase que tengo por
significativa, porque explica no sólo lo delAlakrana, sino
muchas otras cosas: «Tuvimos de tres a cuatro minutos para
detenerlos. Pedimos órdenes y hubo silencio». Con esas interesantes
palabras en el aire, les invito a un bonito e instructivo ejercicio.
Cierren los ojos e imaginen. Lo han visto veinte veces en el cine o la
tele: las lanchas de los piratas zumbando hacia la playa, los infantes
de marina teniéndolos en el punto de mira y con la posibilidad de
bloquearles el paso, y el jefe del operativo pidiendo por radio
instrucciones a sus superiores. «Permiso para intervenir», o algo así.
Dice. Y ahora trasládense a Madrid, al gabinete de crisis o como se
llame lo que montaron allí. También, en este caso, las películas nos
facilitan el asunto: un mapa del Índico en una pantalla en la pared,
pantallas de ordenador, la ministra de Defensa con las gafas puestas, el
JEMAD ese de la barba que siempre va de azul, el resto de la plana
mayor y toda la parafernalia. Con el pesquero liberado previo pago de su
importe, todos más pendientes ya del telediario que de otra cosa. Y la
voz que viene del Índico sonando en el altavoz: «Tenemos tres o cuatro
minutos y solicitamos órdenes. Repito: solicitamos órdenes». El reloj en
la pared haciendo tictac, o lo que hagan los relojes de los gabinetes
de crisis, y la ministra, y el de la barba, y el resto de artistas,
mirándose unos a otros, callados como putas. Y más tictac. Nadie dice
«bloquéenlos», ni nadie dice «déjenlos escapar». Sería mojarse demasiado
en uno u otro sentido, y las palabras las carga el diablo. Tanto el
«sí» como el «no» pueden causar problemas en las tertulias radiofónicas y
los titulares de los periódicos, según vayan éstos a favor o en contra
del Gobierno. Así que punto en boca. Silencio administrativo, cuatro
minutos, uno detrás de otro, mientras allá abajo, en el mar, los
infantes de marina, el dedo en el gatillo y locos por la música, que
para eso están, blasfeman en arameo, por lo bajini, mientras ven cómo se
escapan los flacos con la pasta. Y al cabo, la desolada frase final:
«Han llegado a la playa». Suspiro de alivio en el gabinete de crisis.
Fin de la historia.
Les cuento la escena -imaginaria,
aunque no tanto- por si ustedes llegan a la misma conclusión
que yo. Esos cuatro minutos de silencio no son los del Alakrana. Son
todo un síntoma, una marca de fábrica. Una manera de entender la vida
en este pintoresco lugar llamado España porque de alguna manera hay que
llamarlo. Esos cuatro minutos de silencio se dan a cada instante, en
cualquiera de las diarias manifestaciones de nuestra estupidez, nuestra
mala baba y nuestra impotencia. Calla siempre, los cuatro minutos
precisos, el político de turno, y el policía, y el juez, y el
periodista, y el vecino del quinto. Callamos todos ante lo que vemos y
oímos, pendientes del tictac del reloj, esperando que el tiempo aplace,
resuelva, permita olvidar el problema. Una cosa es la teoría, las
declaraciones oficiales, la España virtual. Qué ligeros de lengua somos
legislando para un mundo perfecto, con nuestra inquebrantable fe en el
hombre -y en la mujer, que diría Bibiana-. Y qué callados nos quedamos,
como la otra ministra y el de la barba, cuando la realidad se impone
sobre nuestra imbecilidad endémica. Cuando el maltratador defendido por
la maltratada, el corrupto reelegido para alcalde, el violador
reincidente, el terrorista que apenas paga su crimen, el hijo de puta
menor de edad, la tía marrana que aprovecha la ley para vengarse del
marido inocente, el pirata somalí que rompe el tópico del buen negrito,
nos meten el Kalashnikov por el ojete. Entonces nos quedamos callados,
no sea que la vida real nos reviente la teoría obligándonos a señalar al
rey desnudo. Y así, de cuatro en cuatro, pasan los minutos de nuestra
cobardía.
Leto Atreides- Avanzado
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Re: Arturo Perez Reverte
Otro más, sobre España y la pesca del atun
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"La pandilla del sushi"
Lo han conseguido de nuevo, como era de
esperar. El sushi de los cojones. Al atún rojo le echaron
encima
hace unas semanas, en la última reunión internacional del organismo
correspondiente, celebrada en Qatar, otra sentencia de muerte. Como si
no anduviera ya listo de papeles. España, presidente temporal de la UE,
tenía que haber defendido la propuesta de restringir drásticamente el
comercio de ese bicho. Lo hizo porque no había más remedio; pero con la
boca pequeña y con nuestros representantes suspirando, aliviados, cuando
la mafia pescatera, encabezada por los japoneses, tumbó la propuesta de
incluir el atún rojo en el convenio internacional donde están leones,
elefantes y otras especies en extinción.
Era de esperar. A los túnidos no los ven los niños en
los
delfinarios ni en el zoo, a la gente le importan un carajo, y además
España tiene la mayor cuota de pesca de atunes existente en la comunidad
europea. No la engullimos nosotros ni hartos de sake, pero da igual. El
negocio lo mueven cuatro listos, y la gente que trabaja en eso no llega
a dos mil quinientas personas, aunque eso sí: nueve de cada diez
ejemplares terminan en Japón, donde se pagan de seis a doce mil
mortadelos por ejemplar. Cómo no lo van a exterminar, mis primos. Y todo
eso, después de una matanza larga y sistemática realizada con absoluta
impunidad y con la complicidad activa o pasiva -por amor al arte,
naturalmente- de conspicuas autoridades hispanas: Pesca, Medio Ambiente,
Marina Mercante y otros organismos oficiales, que llevan dos décadas
mirando hacia otro lado, dejando arrasar el mar sin mover un puto dedo.
Por no hablar de los ecologistas: ahora muy flamencos con el atún, pero
todavía hace poco tiempo, cuando algunos lo denunciábamos alto y claro,
sólo tenían ojitos para las ballenas, que son más fotogénicas. No es
raro, por tanto, que el director general de recursos pesqueros español
dijese en Qatar aquello de «la prohibición habría sido un duro
golpe». Supongo que por eso, para atenuar el duro golpe -sobre todo
para algunos bolsillos concretos-, en los meses previos a la votación
todas las embajadas japonesas del mundo, incluida la de Madrid,
invitaron a comer sushi a funcionarios del ministerio correspondiente.
Gente amable, los japos. ¿Verdad? Con sus kimonos y tal. Simpáticos
muchachos.
Llevo casi quince años contando en esta página cómo se
lo
montan esos tíos y sus compadres. Cómo han tapado la boca a todo el
mundo con argumentos industriales, ocultando que el beneficio es para
unos pocos y el daño general, enorme. Irreparable. Nuestros fondeaderos
mediterráneos están llenos de jaulas para la concentración y exterminio
del atún, del que España es orgullosa, indiscutible, descarada líder
mundial. No todo va a ser fútbol. Nuestros artistas atuneros
-emprendedores, listos y con buena visión de futuro- empezaron, para
guardar las formas y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de
pesca y marina, llamando al asunto criaderos y viveros. Choteándose de
quienes sabían, y seguimos sabiendo, que el atún es un atleta del mar
que no se cría en cautividad. Lo que se hace con él es cercar los
grandes bancos migratorios que nadan próximos a la costa, sin importar
peso ni edad, meterlos en jaulas de engrase donde son imposibles la
reproducción y el desove, atiborrarlos de pienso y matarlos en masa
cuando están gordos.
Que en España sólo se concedieran, para mantener el
paripé, cuatro licencias para esta clase de pesca, nunca fue
problema: durante
años me crucé en el mar -fondeaba junto a ellos en Formentera- con
barcos franceses o italianos traídos para la faena. Y así, haciendo
encaje de bolillos con la legislación europea, localizando el atún con
avionetas, cercándolo con tecnología ultramoderna, buscando cada vez más
lejos, en Sicilia y las costas de Libia, y llevándolo en jaulas
remolcadas a los lugares de concentración y matanza, cuatro linces se
han hecho de oro, mientras el atún cimarrón que durante siglos estuvo
cruzando el estrecho de Gibraltar, riqueza plateada y roja que salpicó
la jerga ancestral de nuestras almadrabas con palabras griegas, latinas y
árabes, se extingue sin remedio. Pesca de vivero, ha estado llamándolo
la pandilla del sushi, los golfos depredadores y sus compadres: esos
funcionarios de mariscada y cómo te lo agradezco, que ahora, ya con el
asunto sin vuelta atrás, admiten, cuando se les da con el paisaje en los
morros, que bueno, que tal vez. Que podría ser. Que tal vez la
aplicación de las medidas de control en años anteriores fue poco
estricta. Menuda tropa. A seis mil y pico euros el atún, habrían sido
capaces de exterminar a su padre, si nadara.
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"La pandilla del sushi"
Lo han conseguido de nuevo, como era de
esperar. El sushi de los cojones. Al atún rojo le echaron
encima
hace unas semanas, en la última reunión internacional del organismo
correspondiente, celebrada en Qatar, otra sentencia de muerte. Como si
no anduviera ya listo de papeles. España, presidente temporal de la UE,
tenía que haber defendido la propuesta de restringir drásticamente el
comercio de ese bicho. Lo hizo porque no había más remedio; pero con la
boca pequeña y con nuestros representantes suspirando, aliviados, cuando
la mafia pescatera, encabezada por los japoneses, tumbó la propuesta de
incluir el atún rojo en el convenio internacional donde están leones,
elefantes y otras especies en extinción.
Era de esperar. A los túnidos no los ven los niños en
los
delfinarios ni en el zoo, a la gente le importan un carajo, y además
España tiene la mayor cuota de pesca de atunes existente en la comunidad
europea. No la engullimos nosotros ni hartos de sake, pero da igual. El
negocio lo mueven cuatro listos, y la gente que trabaja en eso no llega
a dos mil quinientas personas, aunque eso sí: nueve de cada diez
ejemplares terminan en Japón, donde se pagan de seis a doce mil
mortadelos por ejemplar. Cómo no lo van a exterminar, mis primos. Y todo
eso, después de una matanza larga y sistemática realizada con absoluta
impunidad y con la complicidad activa o pasiva -por amor al arte,
naturalmente- de conspicuas autoridades hispanas: Pesca, Medio Ambiente,
Marina Mercante y otros organismos oficiales, que llevan dos décadas
mirando hacia otro lado, dejando arrasar el mar sin mover un puto dedo.
Por no hablar de los ecologistas: ahora muy flamencos con el atún, pero
todavía hace poco tiempo, cuando algunos lo denunciábamos alto y claro,
sólo tenían ojitos para las ballenas, que son más fotogénicas. No es
raro, por tanto, que el director general de recursos pesqueros español
dijese en Qatar aquello de «la prohibición habría sido un duro
golpe». Supongo que por eso, para atenuar el duro golpe -sobre todo
para algunos bolsillos concretos-, en los meses previos a la votación
todas las embajadas japonesas del mundo, incluida la de Madrid,
invitaron a comer sushi a funcionarios del ministerio correspondiente.
Gente amable, los japos. ¿Verdad? Con sus kimonos y tal. Simpáticos
muchachos.
Llevo casi quince años contando en esta página cómo se
lo
montan esos tíos y sus compadres. Cómo han tapado la boca a todo el
mundo con argumentos industriales, ocultando que el beneficio es para
unos pocos y el daño general, enorme. Irreparable. Nuestros fondeaderos
mediterráneos están llenos de jaulas para la concentración y exterminio
del atún, del que España es orgullosa, indiscutible, descarada líder
mundial. No todo va a ser fútbol. Nuestros artistas atuneros
-emprendedores, listos y con buena visión de futuro- empezaron, para
guardar las formas y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de
pesca y marina, llamando al asunto criaderos y viveros. Choteándose de
quienes sabían, y seguimos sabiendo, que el atún es un atleta del mar
que no se cría en cautividad. Lo que se hace con él es cercar los
grandes bancos migratorios que nadan próximos a la costa, sin importar
peso ni edad, meterlos en jaulas de engrase donde son imposibles la
reproducción y el desove, atiborrarlos de pienso y matarlos en masa
cuando están gordos.
Que en España sólo se concedieran, para mantener el
paripé, cuatro licencias para esta clase de pesca, nunca fue
problema: durante
años me crucé en el mar -fondeaba junto a ellos en Formentera- con
barcos franceses o italianos traídos para la faena. Y así, haciendo
encaje de bolillos con la legislación europea, localizando el atún con
avionetas, cercándolo con tecnología ultramoderna, buscando cada vez más
lejos, en Sicilia y las costas de Libia, y llevándolo en jaulas
remolcadas a los lugares de concentración y matanza, cuatro linces se
han hecho de oro, mientras el atún cimarrón que durante siglos estuvo
cruzando el estrecho de Gibraltar, riqueza plateada y roja que salpicó
la jerga ancestral de nuestras almadrabas con palabras griegas, latinas y
árabes, se extingue sin remedio. Pesca de vivero, ha estado llamándolo
la pandilla del sushi, los golfos depredadores y sus compadres: esos
funcionarios de mariscada y cómo te lo agradezco, que ahora, ya con el
asunto sin vuelta atrás, admiten, cuando se les da con el paisaje en los
morros, que bueno, que tal vez. Que podría ser. Que tal vez la
aplicación de las medidas de control en años anteriores fue poco
estricta. Menuda tropa. A seis mil y pico euros el atún, habrían sido
capaces de exterminar a su padre, si nadara.
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Re: Arturo Perez Reverte
Este es bueníiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisimo
"Caperucita y el lobo machista"
Hoy me he levantado con talante. Como después de haber
publicado El
pequeño hoplita -un cuento sobre un niño en las Termópilas, que
tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente- le tomé el gusto
a la narrativa infantil, he decidido echar un cable. Ayudar a que
nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la
corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos
tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y
hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O
que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto,
contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de
ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado.
Al principio pensaba hacerlo con el cuento de Blancanieves
y las siete personas de crecimiento inadecuado; que, como sostiene
Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente.
Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del
bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del
hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que
trabajan en la mina -su número impar complica además el asunto-, me
decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con La
soldadita de plomo y ploma; y no es por echarme flores, pero lo
tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF -Unidad
Legionaria Femenina Feroz-, terror de los talibanes afganos y de los
piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído
poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de
una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga
fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una
niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está
enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita
lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a
ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me
aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me
decidí por un clásico inobjetable: Caperucita Roja. Y está feo
que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.
Caperucita Roja camina por el bosque, como suele.
Va muy
contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que
está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero
tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre
soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa
de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio
una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció
por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de
El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa
sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos
albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos,
córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en
éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista
que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado
hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera
franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta:
«¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta:
«Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible.
«Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y
corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una
intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la
zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega
Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que
sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué
apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da
las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la
siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador
va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene
a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal
de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico.
Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar.
Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la
cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y
libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices.
Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la
oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el
Instituto de la Mujer. Fin.
"Caperucita y el lobo machista"
Hoy me he levantado con talante. Como después de haber
publicado El
pequeño hoplita -un cuento sobre un niño en las Termópilas, que
tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente- le tomé el gusto
a la narrativa infantil, he decidido echar un cable. Ayudar a que
nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la
corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos
tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y
hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O
que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto,
contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de
ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado.
Al principio pensaba hacerlo con el cuento de Blancanieves
y las siete personas de crecimiento inadecuado; que, como sostiene
Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente.
Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del
bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del
hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que
trabajan en la mina -su número impar complica además el asunto-, me
decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con La
soldadita de plomo y ploma; y no es por echarme flores, pero lo
tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF -Unidad
Legionaria Femenina Feroz-, terror de los talibanes afganos y de los
piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído
poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de
una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga
fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una
niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está
enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita
lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a
ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me
aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me
decidí por un clásico inobjetable: Caperucita Roja. Y está feo
que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.
Caperucita Roja camina por el bosque, como suele.
Va muy
contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que
está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero
tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre
soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa
de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio
una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció
por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de
El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa
sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos
albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos,
córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en
éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista
que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado
hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera
franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta:
«¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta:
«Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible.
«Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y
corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una
intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la
zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega
Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que
sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué
apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da
las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la
siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador
va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene
a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal
de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico.
Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar.
Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la
cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y
libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices.
Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la
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Re: Arturo Perez Reverte
PEDAZO DE ARTÍCULO DE ARTURO:
No sé si está usted al corriente. Quizás, en uno de los doscientos puentes vacacionales que los españoles disfrutamos al año «de la crisis nos va a sacar Rita la Cantaora» decida cambiar Canarias, Roma o Punta Cana por Auschwitz. Que igual le suena, aunque no me sorprendería lo contrario. En cualquier caso, estoy seguro de que ese campo de exterminio, avión y hotel incluido por ciento ochenta euros más IVA, se convertiría en destino de turismo masivo en cuanto la mafia de las agencias turísticas decidiera ponerlo de moda con tarifas y ofertas adecuadas. En cualquier caso, si usted se anima, sepa que tras visitar la cámara de gas, las dos toneladas de pelo rapado y las montañas de maletas y zapatos, podrá comprar en la tienda, justo al lado del sitio por donde entraban esos trenes con judíos que salen en las películas, postales de Auschwitz y de Birkenau para mandar a las amistades «Esto es muy fuerte, deberías verlo. Besos. Manolo.», e incluso bonitos carteles para adornar la pared, en plan póster, por el módico precio de diez zlotys polacos, que son tres euros de nada.
Pero sobre todo, si viaja allí, lo genial es que usted y su familia, o su pareja, o quien puñetas le haga compañía, podrán inflarse a sacar fotos: cientos, miles de fotos con la cámara del teléfono móvil. Ésa que ahora todos disparan con la celeridad del relámpago en cualquier circunstancia, clic, clic, clic. Relámase de gusto: fotos de las alambradas, de los barracones, de las ruinas del crematorio número 2, de la escultura que reproduce con realismo «Parece que estén vivos, Encarni, retrátame con ellos, anda» los cuerpos esqueléticos de tres prisioneros. Fotos de otras fotos que los nazis tomaron y que ahora ilustran las paredes del museo con momentos gloriosos en la historia de Alemania y la raza aria. Fotos de latas de veneno, montones de gafas, prótesis, brochas de afeitar. Fotos de aquí te pillo y aquí te mato, usted mismo sonriendo con una mano puesta en la alambrada, o la ineludible instantánea bajo el arco de la entrada con el rótulo «Arbeit macht frei»: El trabajo libera. Fotos, en fin, fáciles de hacer gracias a la tecnología moderna, listas para ser enviadas en el acto a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo. O a su señora madre de usted. Fotos hechas con tanta frivolidad y tanto despego como lo que somos cada vez más. Como lo que seremos ya para siempre. Ayer presencié en Madrid un accidente de automóvil.
Cataclás. Nada importante: un leñazo entre dos coches, con mucho ruido, airbags disparándose y toda la parafernalia. Había cerca unas cincuenta personas; y no exagero en absoluto si digo que al menos treinta sacaron sus teléfonos móviles y se pusieron a fotografiar la escena. No sé para qué deseaban registrar aquello, la verdad. Qué utilidad tendría conservar la imagen de dos coches abollados. Pero el caso es que así lo hicieron, clic, clic, clic, y luego siguieron su camino, la mayor parte sin preocuparse de averiguar si algún conductor necesitaba ayuda. Tenían la foto, y punto. Habían cumplido con la exigencia de un ritual tan fácil y barato como el fin de semana en Cancún. Si alguien hubiera preguntado el motivo, lo habrían mirado con desconcierto y sincera sorpresa. Para qué, entonces, tienes una cámara gratis en el móvil, sería la respuesta. ¿Para no usarla? Y así van por la vida, y así vamos. Sin detenernos siquiera. Sin ver el mundo más que a través de un teléfono móvil o una pantalla de televisión. Luego nos preguntan por lo que fotografiamos y se nos pone cara de escuchar una gilipollez. ¿Pues qué va a ser? El motorista que se ha partido el espinazo, la señora desmayada en la calle, el manifestante que rompe escaparates, la mancha de sangre en la acera.
Lo de menos es averiguar las causas y las consecuencias. La foto capturada con nuestro teléfono móvil, el acto mecánico de tomarla, sustituye a todo lo demás. Así podemos pasar por Auschwitz como los rebaños de borregos que somos, sin detenernos ni hacer preguntas, como pasamos frente al Coliseo de Roma, Las Meninas, la plaza de las Torres Gemelas de Nueva York, el tipo al que acaban de dar un navajazo y se desangra en el suelo, el coche despanzurrado en la carretera con cuatro pares de piernas asomando bajo las mantas. Sin mirar apenas, sin indagar siquiera qué ha pasado allí. Sin importarnos un carajo lo que vemos. Clic, clic, clic. Es gratis y no requiere esfuerzo. Luego seguimos adelante, a lo nuestro. Ya lo analizaremos otro día. Y si no, tampoco pasa nada. ¿Víctimas? ¿Verdugos? ¿Cómplices? Para qué meternos en dibujos. Tener la foto es lo que cuenta. Archivarla estérilmente con el resto del mundo y la vida. Un instante de imagen. Luego, nada. El vacío absoluto. La anestesia del olvido.
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